Una visión del juicio final, H. G. Wells

1
Tara-a-a-a.
Oí sin entender nada.
Ta-ra-ra-ra.
–¡Dios mío! –exclamé, todavía medio dormido–. ¡Qué ruido tan infernal!
Ra-ra-ra-ra-ra-ra-ra-ra-ra Ta-ra-ra-ra.
–Es suficiente –continué– para despertar... –y me quedé completamente parado. ¿Dónde estaba?
Ta-ra-ra-ra –más y más alto.
–Es un nuevo invento o...
¡Tara-tara-tara! ¡Ensordecedor!
–¡No! –dije a gritos para poder oírme a mí mismo–. Es la última victoria.
¡Ta-ra-a!

2
La última nota me sacó de la sepultura de un tirón como a un pececillo prendido del anzuelo. Vi mi lápida funeraria –un trabajillo bastante mezquino a cuyo autor me habría gustado conocer–, y el viejo olmo y la vista del mar se desvanecieron como una nube de vapor y luego todo a mi alrededor –una muchedumbre que nadie podría cuantificar: naciones, lenguas, reinos, pueblos–, seres humanos de todas las épocas en un espacio en forma de anfiteatro tan vasto como el cielo. Y en lo alto, frente a nosotros, sentado en una nube de un blanco deslumbrante que le servía de trono, estaba Dios, el Señor, y toda la hueste de sus ángeles. Reconocí a Azrael por su color oscuro y a Miguel por la espada, y el arcángel que había hecho sonar la trompeta la levantaba aún medio derecha.

3
–Puntual –dijo el hombrecillo que estaba a mi lado–. Muy puntual. ¿Ve el ángel con el libro?
Estaba agachando y estirando la cabeza para ver por encima, por debajo y entre las almas que se apiñaban a nuestro alrededor.
–Todos están aquí –comentó–. Todos. Ahora sabremos...
»Allí está Darwin –continuó–, cambiando súbitamente de rumbo. ¡Lo conseguirá! Y allá, ¿ve?, aquel hombre alto, de aspecto importante, intentando que la mirada de Dios, el Señor, se fije en él, es el Duque. Pero hay mucha gente a la que no conocemos.
»¡Oh! Allí está Priggles, el editor. Siempre he tenido curiosidad por las intimidades de los editores. Priggles era un hombre inteligente... Pero ahora sabremos... incluso acerca de él.
»Lo oiré todo. Disfrutaré de casi toda la diversión hasta que... Yo tengo la letra S.
Aspiró el aire entre los dientes.
–Personajes históricos también. Aquél es Enrique VIII. Habrá un buen montón de pruebas. ¡Oh, maldición! Es un Tudor.
Bajó la voz.
–Observe a ese tipo, justo delante de nosotros, todo cubierto de pelo. Paleolítico. Y ahí otra vez...
Pero no le hice caso porque estaba mirando a Dios, el Señor.

4
–¿Esto es todo? –preguntó Dios, el Señor.
El ángel encargado del libro –era uno de esos volúmenes interminables, como el catálogo de la biblioteca del Museo Británico– nos miró y pareció contarnos al instante.
–Sí, es todo –respondió, y añadió–: Era, oh Dios, un planeta muy pequeño.
Dios nos inspeccionó con la mirada.
–Comencemos –dijo Dios, el Señor.

5
El ángel abrió el libro y leyó un nombre. Era un nombre lleno de aes y sus ecos volvieron desde las partes más remotas del espacio. No lo cogí bien porque el hombrecillo junto a mí dijo en una brusca arrancada:
–¿Qué es eso?
A mí me sonó como Ahab, pero no podía ser el Ahab de las Escrituras.
Al instante una figurilla negra era elevada hasta una nube inflada a los mismos pies de Dios. Era una figurilla tiesa, vestida con ricas y extravagantes togas y con corona, que cruzó los brazos y frunció el ceño.
–¿Y bien? –dijo Dios bajando la mirada hasta él.
Tuvimos el privilegio de oír la respuesta: desde luego, las condiciones acústicas del lugar eran maravillosas.
–Me confieso culpable –declaró la figurilla.
–Cuéntanos lo que has hecho –dijo Dios, el Señor.
–Yo fui rey –explicó la figurilla–, un gran rey, y me dominaron la lujuria, el orgullo y la crueldad. Hice guerras y devasté países, construí palacios utilizando como mortero la sangre de los hombres. Escucha, oh Dios, a los testigos contra mí que claman venganza. Cientos y miles de testigos –hizo un gesto con las manos hacia nosotros–. ¡Y peor aún! Cogí a un profeta, a uno de tus profetas.
–Uno de mis profetas –dijo Dios, el Señor.
–Y como no se inclinaba ante mí, le torturé durante cuatro días y cuatro noches, y al final murió. Aún hice más, oh Dios, blasfemé. Te despojé de tus honores.
–Me despojaste de mis honores –dijo Dios, el Señor.
–Hice que me adoraran a mí en tus altares. No hubo maldad que no cometiera ni crueldad con la que no manchara mi alma. Y finalmente tú me castigaste, oh Dios.
Dios levantó ligeramente las cejas.
–Y me mataron en el campo de batalla. Así que aquí estoy ante ti, preparado para lo más profundo de tu infierno, sin osar mentir ni disculparme aprovechando tu grandeza, sino diciendo la verdad de mis iniquidades ante toda la humanidad.
Calló. Vi su rostro con claridad y me pareció blanco, terrible, orgulloso y de una rara nobleza. Pensé en el Satán de Milton.
–La mayor parte procede del Obelisco –dijo el ángel registrador con el dedo en la página.
–Sí, es cierto –dijo el tirano con un leve gesto de sorpresa.
Entonces, súbitamente, Dios se inclinó hacia delante y cogió con la mano a aquel hombre y le sostuvo en la palma como para verlo mejor. No era más que un diminuto y oscuro trazo en medio de la palma divina.
–¿Hizo de verdad todo eso? –preguntó Dios, el Señor.
El ángel registrador aplanó el libro con la mano.
–En cierto sentido –respondió el ángel registrador sin darle mayor importancia.
Ahora bien, cuando miré de nuevo al hombrecillo, su rostro había cambiado de una forma muy curiosa. Miraba al ángel registrador con extraña aprensión en la mirada y se llevó precipitadamente la mano a la boca. Bastó el movimiento de un músculo o así y toda aquella dignidad desafiante había desaparecido.
–Lee –ordenó Dios, el Señor.
Y el ángel leyó explicando con mucho cuidado y al detalle todas las perfidias del malvado. Fue todo un placer intelectual. Un poco atrevido en algunos pasajes, pensé yo, pero por supuesto el cielo tiene sus privilegios...

6
Todos se reían. Hasta el profeta del Señor a quien el malvado había torturado tenía una sonrisa en la cara. El malvado era en realidad un hombrecillo tan ridículo.
–Y entonces –leyó el ángel registrador con una sonrisa que puso a todos alerta–, un día en que estaba un poco irascible por comer en exceso, él...
–Oh, no, eso no –gritó el malvado–, nadie sabía eso.
»Eso no pasó –chilló el malvado–. Fui malo, malo de verdad. Malo con mucha frecuencia, pero no hice nada tan estúpido, tan absolutamente estúpido.
El ángel siguió leyendo.
–Oh, Dios –gritó el malvado–. No permitas que sepan eso. Me arrepentiré. Pediré perdón.
El malvado empezó a agitarse y a llorar en la mano de Dios. De repente la vergüenza le dominó. Hizo un desesperado movimiento para saltar por la base del dedo meñique de Dios, pero Dios le detuvo con un diestro golpe de muñeca. Luego corrió precipitadamente hacia el hueco entre la mano y el pulgar, pero el pulgar se cerró. Mientras tanto el ángel seguía leyendo y leyendo. El malvado corría de acá para allá por la palma divina y luego, de repente, dio la vuelta y escapó por la manga de Dios.
Yo esperaba que Dios le echara de allí, pero la merced de Dios es infinita.
El ángel registrador hizo una pausa.
–¿Sí? –preguntó el ángel registrador.
–El siguiente –ordenó Dios.
Y antes de que el ángel registrador pudiera vocear su nombre, una peluda criatura, vestida de harapos, estaba en la palma divina.

7
–¿Es que tiene Dios el infierno en su manga? –sugirió el hombrecillo que estaba a mi lado.
–¿Hay infierno? –pregunté yo.
–Si observa –comentó mirando entre los pies de los arcángeles–, verá que no hay ninguna indicación especial de la ciudad celeste.

8
–Él era el Señor de la Tierra, pero yo era el profeta del Dios de los Cielos –gritó el santo y todo el mundo se maravilló con la señal–. Pues yo, oh Dios, tenía conocimiento de las glorias de tu paraíso. No hubo dolor, ni penalidad, ni corte con cuchillos, ni astillas metidas entre la uña y la carne, ni carne arrancada a tiras que no padeciera por el honor y la gloria de Dios.
–Dios sonrió.
–Y finalmente fui, con mis harapos y mis llagas, oliendo a mis sagradas incomodidades...
Gabriel se echó a reír bruscamente.
–Y me puse en sus puertas, como una señal, como un milagro...
–Como un verdadero latazo –comentó el ángel registrador, y comenzó a leer sin tener en cuenta el hecho de que el santo estuviera todavía hablando de todas las cosas gloriosamente desagradables que había hecho para poder conseguir el paraíso.
Y, ¡atención!, en el libro, las acciones del santo también constituyeron una revelación, un asombro.
Parecía que no habían pasado diez segundos y el santo estaba corriendo de acá para allá en la gran palma de Dios. ¡Ni diez segundos! Y finalmente también él chilló haciendo aquella despiadada y cínica exposición, y también escapó, al igual que lo había hecho el malvado, adentrándose en la zona en sombra de la manga. Nos estaba permitido ver dentro de la sombra y los dos estaban sentados uno al lado del otro, despojados de todas las falsas ilusiones, a la sombra de la túnica de la caridad divina, como hermanos.
Y hasta allí escapé cuando me llegó el turno.

9
–Y ahora –dijo Dios cuando sacudió su manga arrojándonos al planeta que nos había destinado para vivir, el planeta que daba vueltas alrededor del verde Sirio, que era su sol–, ahora que me entendéis a mí y os entendéis unos a otros un poco mejor... intentadlo de nuevo.
Luego él y sus arcángeles se dieron la vuelta y de repente habían desaparecido.
El trono había desaparecido.
A mi alrededor había una tierra hermosa, más hermosa que las que había visto antes, yerma, austera y maravillosa, y estaba rodeado de las almas iluminadas de los hombres en cuerpos nuevos y limpios...






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