#UnMuebleMás: cuando nos convertimos en un objeto del hogar.



No recuerdo el día exacto, pero fue TT el hashtag #UnMuebleMás y como siempre lo hago en la red social, reí demasiado al leer en mi TL las ocurrencias, ironías y verdades.

Ayer, antes de dormir, tenía un ligero dolor de cabeza. Lo atribuyo a los constantes desvelos por el estrés que me causa ansiedad, lo mismo que me provoca hambre.

Al parecer, el cuento "Amor y otros muebles" está inspirado en una época donde no existían smartphones, tablets, laptops, etc. Cuenta la historia de una pareja que se aleja del deseo y la pasión, supliendo con objetos materiales la pérdida de lo que en un principio los unió. 

El distanciamiento que provocan los muebles... nos convierten en un mueble más.

Dicen que la risa es el mejor remedio para cualquier padecimiento, por esa razón decidí leer un poco de humor y me encontré con el siguiente cuento, lo comparto y espero les guste (tuve que transcribirlo porque no lo encontré en ningún lado de Internet):


Amor y otros muebles


     Al regresar de vacaciones la pareja se encontró con el piso desvalijado. Esta vez los ladrones no optaron sólo por las bandejas de plata y las pequeñas joyas de mamá, por beberse el whisky y defecar en medio del salón, como manda el reglamento. Habían arramblado con todo usando un camión de mudanzas. Según la versión del portero, un día desolado de agosto llegaron unos fulanos con la razón social de una empresa estampada en el lomo, exhibieron un volante que a simple vista estaba en regla y a continuación comenzaron a arriar bultos por la terraza con sogas de transportista. Cuando la pareja entró en casa no llagó sino las paredes desnudas; pero, inexplicablemente los ladrones habían respetado el espejo biselado de la alcoba, donde tantas veces se había reflejado el deseo.

No quedaba ni un mueble, ni un cuadro, ni un electrodoméstico, ni una alfombra. Por supuesto, el televisor también había desaparecido, y cada puerta ahora se abría a un espacio desierto. Ellos traían de la playa dos maletas sucintas con ropa sucia que abandonaron en mitad de la sala vacía y luego se miraron sin hablar, recorrieron alelados las estancias totalmente perladas y al final un sollozo de la mujer estalló de forma distinta en el fondo del dormitorio. El primer cambio que experimentaron fue el de la propia voz. 

Había una resonancia desconocida, probablemente olvidada  en las palabras de la pareja que los tabiques devolvían con un eco muy crudo. Las pequeñas blasfemias o gemidos ya no se ahogaban en las cortinas, y las miradas que ellos se cruzaban también eran más directas, puesto que no había ningún objeto que se insertara entre los dos. Lentamente les acogió la sensación de despojo, se sentaron en el suelo del comedor, uno frente al otro, con la espalda en la pared y permanecieron en silencio contemplándose dentro de un nuevo paisaje.

En realidad, aquel hombre no era nada sin el viejo sillón, durante 10 años de matrimonio la silueta del marido se había implicado profundamente con los muebles del hogar y en este momento ella tenía que realizar un gran esfuerzo para asimilar su imagen limpia sin referirla al aparador, a las lámparas o al trasfondo de la biblioteca. Tampoco el cuerpo de la mujer en aquella soledad de cal, ausentes ya en la vitrina, poseía la densidad a la que él se había acostumbrado. Pero hace mucho tiempo, en este mismo escenario, ellos se amaron ardientemente en las tardes de lluvia.

—¿Recuerdas? Es como aquella vez.

Deja.

Éste era el piso piloto y lo acabábamos de comprar. Estaba vacío.

¿Qué quieres decir con eso?.

Hicimos muchas veces el amor aquí en el suelo sobre una manta cuando éramos novios. Olía a pintura.

Deja.

Tú gritabas contra las paredes desnudas.

Nos acaban de robar: ¿no lo entiendes?.

Sí.

En aquellas tardes lejanas de lluvia el orgasmo de los jóvenes amantes sonaba en la casa deshabitada como en un acantilado y ellos se querían con la fuerza de una pasión que carece de historia. Antes de casarse llegaban al piso mordiéndose en el ascensor, abrían la puerta con toa la sangre ya en el bajo vientre  y se arrojaban en el parqué recién acuchillado, entablaban una refriega absolutamente carnal, y el deseo del cuerpo contrario, que sólo se requería a sí mismo, no necesitaba colchón, ni lámparas, ni tresillos, ni consolas, ni espejos, ni estanterías, ni chinos de alabastro, ni la Santa Cena de Leonardo, ni colchas bordadas por unas monjas de Granada, ni esas uvas de resina ni, por supuesto, el televisor. Ambos atravesaban en largas cabalgatas la desnudez del espacio y el crujido del amor rebotaba en los tabiques. Los objetos llegaron después.

Primero fue aquel arcón de herrajes oxidados y cebolleras reparadas que el joven marido heredó de la familia, donde la abuela  almacenaba la cecina de buey y las hogazas de pan candeal (variante de trigo). Estaba penetrado todavía por un perfume de casa de labranza que él conocí muy bien. La nueva pareja lo había utilizado para guardar las sábanas almidonadas, pero sus entresijos permanecían impregnados con fragmentos de memoria cuyo aroma lo llevaban a la infancia en el pueblo. También a continuación un armario ropero de nogal con luna emplomada de origen desconocido o perdido en el pasado. Tenía profundos cajones que se abrían como féretros, y alguno de ellos estaba sin explorar todavía después de diez años de matrimonio. Este mueble severo había presidido los mil coitos reglamentarios de la pareja, formaba parte indivisible de su amor, ya que siempre se veía reflejado en el espejo biselado de la alcoba cuando los cónyuges realizaban la posesión.

La luna del armario mandaba la imagen de los conejos al espejo de la pared y éste la devolvía a la luna del armario; así que ellos no eran más que una apariencia. Con el tiempo este armatoste llegó a despertarles un reflejo condicionado. Esa mezcla de alcanfor, membrillo, almidón y lavanda que exhalaba su intestino se había unido para siempre a través de la nariz con las venas eróticas del fémur. El resto de los muebles, aunque eran relativamente nuevos, no carecían de historia.Se habían diluido en la biografía amorosa de la pareja o en su vida común, hasta tal punto que no se podía separar la consola de la paga extraordinaria del marido, ni la lámpara de Murano de aquel viaje a Venecia, ni los regalos de boda del recuerdo de los primeros años felices, ni la colección de cerámica popular de aquella etapa de activismo progresista, ni las litografías enmarcadas en el paseo de los sábados donde ellos se reconocían. No se trataba de una dimensión del tiempo. También la sensación del espacio se la habían llevado los rateros. La cerca del aparador, los guiños de la plata, el reflejo de las copas de cristal, la delicuescencia del cuero, el tamiz dulce de las pantallas trazaban una red hexagonal de luces, y dentro de ella los cónyuges habían tomado un volumen real.

¿Qué podemos hacer?

Nada. Resistir.

No tenemos Televisor.

Entonces no habrá más remedio que mirarse a la cara.

Es terrible.

Bueno.

¿Qué más da?

¿Me quieres?

Claro.

La pareja decidió resistir con buen ánimo, y en el primer momento incluso le pareció divertido dormir aquella noche en el suelo del piso vacío. Al día siguiente cada uno acudió al trabajo con normalidad, se hicieron compadecer por los compañeros de oficina, alguien habló de la inseguridad ciudadana, compraron bocadillos y alunas cervezas y al final de la tarde ambos regresaron juntos a la casa desierta. Sentados en el parqué del salón, con las patas en aspa como dos excursionistas, se zamparon las viandas sin hablar, escrutándose mutuamente. ¿Quién sería ese señor que estaba ahí enfrente? resultó curioso en extremo. Después de muchos años, la mujer había descubierto por primera vez que aquel sujeto parecía tener un brazo más largo que otro. Podía tratarse de un efecto óptico, puesto que la composición de su figura había variado con respecto al fondo del cuadro. Por su parte, el hombre también fijaba en la chica una mirada devastadora en silencio.

¿Te pasa algo?

Nada. Que tienes la cabeza más gorda.

Te crees muy gracioso.

Perdona.

Eres idiota. ¿Sabes una cosa? Se te ha descolgado el cuello. Pareces un pavo.

¿Un pavo yo?

Esta pequeña gresca se inició a la hora del telediario. Pero ningún bombardeo en Líbano, n hazaña de Jomeini, ni sonrisa agria de Bogart, podía establecer un alto al fuego entre ellos. Sin un solo cacharro a su alrededor, estaban condenados a comunicarse. Mientras infinitas parejas se hallaban en ese instante frente al televisor, con la memoria perdida en un concurso en que dan una calabaza al perdedor o regalan un viaje al Caribe a quien adivina los afluentes del Tajo, ellos habían comenzado un acto de devoración. No tenían nada que decirse ni podían ver Flamingo Road, de modo que no había más remedio que comerse una pierna para pasar el rato. La comunicación consiste en eso. Uno empieza por preguntar el nombre del prójimo, luego sonríe y le coge de la mano; a continuación le besa o le acaricia los ijares, le interroga cosas del alma o del pasado y al final acaba fregándose el cuerpo con él crudamente sobre una tarima. Y cuando el deseo ha terminado, entran los hígados en escena según un modo caníbal, hasta que el serrín de la tripa se derrama. Ahora la pareja se arrastraba por el suelo deshabitado mordiéndose la yugular en busca de un objeto donde reflejarse. Desnudos, de forma ciega, como dos reptiles, en la penumbra desolada se dirigían hacia el espejo biselado de la alcoba principal. Una especie de bálsamo les acogió cuando se contemplaron de nuevo como otros seres en el único vidrio de la casa que los había transformado en imágenes o espectros. En medio del acto carnal la pareja interrogaba al aire una duda aciaga.

¿Quién eres tú?

Calla.

¿Me quieres?

No sé. Te odio. Parece que esa sombra te desea mucho. Mírala. Es la misma de siempre... Ahí en el espejo.

Ya no está el armario.

¿Y qué?

No puedo seguir.

Sin la presencia adusta del armario ropero ellos no alcanzaron el orgasmo ni una sola vez, y aquel hombre fuera de su sillón había perdido toda la autoridad. Ninguna lámpara le coronaba y la biblioteca tampoco le había ya paisaje a su inteligencia. La mujer contra la cal del tabique no era más que una figura.

La vida sin cacharros alrededor resultaba insoportable, sólo poseían un cuerpo sin deseo, no había otro remedio que tratar de conocerse, y de ese modo, al segundo día de soledad comenzaron a morderse en la rodilla, en el costado, en la nuca, en las paletillas y en el vientre. Iban malheridos al trabajo, con esparadrapos en el rostro, y al final de la tarde regresaban a casa para continuar con el banquete.

¡Imbécil!, Esta vez me voy a comer tu pie.

¡No!

¡Socoro! Mi oreja.

Ñam, ñam, Ya eres mío.

En el piso se veían botellas de cerveza estalladas. Y algún lamparón de sangre en las paredes. Pero de pronto se les ocurrió una idea feliz: Podían pactar amistosamente la solución de rodearse de objetos otra vez. Fue una buena salida.

A medida que a la casa iba llegando una cómoda, un aparador, una cama, una vitrina, un televisor, una estantería, un frigorífico, una mesa de comedor, unas sillas, un sofá, unos visillos, una alfombra y un arcón, el conocimiento de la pareja comenzó a diluirse y a tomar referencia con respecto a la consola. Puesto que ya hablaba la televisión ellos podían callar. Era un silencio con intermediarios. Los cacharros hacían de intérpretes de la soledad y dentro de ella volvieron a ser felices y desconocidos. El instante supremo se alcanzó aquella tarde en él pudo sentarse finalmente en un sillón con el periódico y ella enchufó el aparato para contemplar Flamingo Road mientras hacía calceta al lado se su amado... de aquel mueble.

FIN





Manuel Vicent (Vilavella, Castellón, España, 1963), licenciado en derecho, estudió Filosofía y Letras y Periodismo. Recibió el Premio Nadal por su novela La Balada y Caín, y el Premio Alfaguara de Novela por Son de Mar. Su prosa se caracteriza por su mordacidad e ironía. Entre sus obras se encuentran Crónicas Urbanas, Otros Días, Otros Juegos, y Espectros.

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