Cuando el mar elige a quién llamar hermano
Dicen los viejos pescadores de Acapulco que el mar reconoce a los suyos. Que hay pasos que la arena recibe con gusto y otros que tolera por costumbre. Que no toda sombra que se acerca a la orilla viene a bendecirla. Y que, igual que el océano, el alma también aprende a distinguir.
Hay amistades que nacen como jaguares de montaña: silenciosas, firmes, guardianas. No rugen para hacerse notar; basta su presencia para que el mundo recupere orden. Caminan contigo como si conocieran tus senderos antes que tú mismo. Son fuerza que acompaña, no que empuja.
Otras amistades son como agua de manantial que baja desde los cerros. Claras, frescas, necesarias. Te tocan y te limpian. Te recuerdan que aún en los días más pesados existe un lugar donde la vida vuelve a empezar. Con ellas, uno siente que el corazón respira mejor.
Pero también existen amistades que se vuelven como remolinos traicioneros. No se ven desde la superficie, pero jalan. Te desgastan sin ruido, te giran sin rumbo, te dejan sin aire. Uno insiste en nadar cerca esperando que cambien, pero el mar no miente: hay corrientes que solo existen para arrastrar.
Elegir amistades que suman es un acto de ritual antiguo. Es encender una vela frente al mar y preguntarle qué presencias honran tu camino y cuáles solo ocupan espacio. Es escuchar al viento cuando sopla desde el cerro y trae nombres que ya no deben quedarse.
Las amistades que suman son como estrellas que se reflejan en la bahía: no siempre están al alcance de la mano, pero siempre orientan. Te recuerdan tu norte incluso cuando la noche se cierra. Te sostienen sin cadenas, te celebran sin ruido, te acompañan sin exigir sacrificios.
Las que restan son como conchas vacías: hermosas por fuera, pero sin canto. No son enemigas; simplemente dejaron de tener vida dentro. Soltarlas es permitir que el mar las lleve a donde aún puedan servir de hogar para otra historia.
Porque al final, uno es el ritual que practica, la marea que permite entrar, el jaguar que decide a quién mostrarle el camino. Y quien aprende a elegir sus propias presencias —como quien elige ofrendas para la luna— termina rodeado de luz, de rumbo y de paz.
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